Han pasado cuatro años desde
que jefes de Estado y de gobierno de la Unión Europea firmaron el Tratado de
Estabilidad, Coordinación y Gobernanza o TECG. Aquel gran acuerdo se producía
en el marco de una Unión económicamente agónica, como resultado de la crisis
financiera de 2008. Ese fue el inicio de la unión fiscal, de lo que conocemos
comúnmente como austeridad. Las actuales turbulencias deberían llamar nuestra
atención sobre las consecuencias de una política presupuestaria, que podríamos
calificar de distópica.
Atender necesidades
extraordinarias, y por otro lado inaplazables, exige el desembolso de una
cantidad adicional de dinero que rompe necesariamente el principio de la disciplina
fiscal. Jean-Claude Juncker, Presidente de la Comisión Europea, prometió a
finales de 2015 excluir del cómputo de déficit los gastos derivados del auxilio
a los refugiados. De esta medida extraemos una preocupante conclusión: los
recortes sistemáticos son incompatibles con la defensa de los Derechos Humanos.
Todos reconocemos la vigencia de textos fundamentales como la Declaración
Universal de los Derechos Humanos de 1948 o la Convención sobre el Estatuto de
los Refugiados de 1951, sin embargo, la puesta en práctica de estos principios
requiere una fuerte inversión. Empezamos a tomar verdadera conciencia de ello cuando
en 2001, al calor de la Directiva de aquel mismo año, creamos un Fondo Europeo
para los Refugiados. Es fácil adivinar que dicha previsión se ha visto
desbordada. Antes de firmar los primeros acuerdos con Turquía, Europa
necesitaba encontrar 2.300 millones de euros para poder dar cumplimiento a sus
obligaciones humanitarias. El último plan económico del que tenemos noticia
está dotado de 700 millones de euros, fue creado por la Comisión Europea y debe
ejecutarse hasta 2018. No obstante, estas cantidades quedan muy por debajo de
los 6.000 millones comprometidos con Turquía.
Necesitamos revisar nuestros
horizontes presupuestarios, hacerlos más flexibles, más realistas, pues las
crisis migratorias no se pueden prever ni tampoco ignorar. Pensemos por un
momento en Grecia, un país enfermo que había hecho del gasto público excesivo
uno de sus pilares económicos, y que desde 2010 es objeto de rescates nocivos.
Los despidos de funcionarios, la bajada de salarios y pensiones, la destrucción
de empleo y las privatizaciones forzosas que hoy se siguen sucediendo, nos
hablan de un Estado absolutamente replegado, maniatado para poder tomar
iniciativas que vayan más allá del pago de su deuda. En tales circunstancias,
¿Cómo atender adecuadamente a los refugiados que llegan a Lesbos, Samos, Quios,
Leros y Kos? ¿Con qué clase de fondos se podría evitar el hacinamiento de
Idomeni o del puerto del Pireo? A pesar de todo el austericidio sigue su propio camino, la reciente propuesta de
elevar el IVA griego del 23% al 24% se hace para satisfacer una nueva exigencia
del FMI no de ACNUR. En resumidas cuentas, un país cuya deuda pública podría
alcanzar el 200% de su PIB en 2017 pierde toda capacidad de atender las
necesidades básicas. Ni siquiera la participación de la OTAN en la patrulla del
Egeo, ha sido incapaz de conseguir que hasta 1.600 personas llegasen en un solo
día a Grecia. Con todo lo que hemos visto ¿Qué sentido tiene seguir presionando
las economías de los países receptores?.
El reconocimiento de un
derecho conlleva la responsabilidad material de llevarlo a cabo, y debe ser una
obligación tan vinculante como la de cualquier tratado europeo. La
globalización no sólo permite mover capitales a grandes distancias, incluida
Panamá, sino que atrae con la misma facilidad a víctimas de incontables
injusticias. De un tiempo a esta parte, Siria, Irak, e incluso Afganistán han
dejado de ser lugares remotos. Así, la disponibilidad de fondos es una
condición esencial para reforzar nuestra aspiración de sociedades libres y
solidarias. No puedo sino sentir envidia con la efectividad con la que Canadá
ha podido financiar la acogida de 25.000 refugiados. Sus condiciones de partida
son diferentes, de acuerdo, pero después de todas las recetas que venimos
aplicando desde 2011 y 2012, deberíamos haber conseguido un futuro mejor, no
solo para nosotros mismos sino para los que recurren a nuestra protección.
(*) Jaime Aznar Auzmendi. Voluntario del Paris 365. Historiador
y analista.
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